Las
distintas definiciones de ONG encuentran siempre ciertos elementos comunes:
organizaciones privadas, impulsadas por grupos de ciudadanos, independientes,
sin ánimo de lucro y con fines sociales. Su papel en la cooperación al
desarrollo viene también regulado por la
Ley General de Cooperación de 1998 en la que se determina que las ONG son
actores fundamentales de la cooperación española y por ello el Estado las
fomentará y financiará para que cumplan la importantísima misión de canalizar
la participación social en la cooperación. No hay duda de que una democracia
madura es aquélla que incrementa cada día la participación de los ciudadanos en
los asuntos públicos.
Por lo tanto
la cooperación es una cuestión de justicia que se sitúa en la esfera pública y
se construye con la participación de la ciudadanía. Las ONG, como actores que
son de esas políticas, deben intervenir e influir en las mismas. Para ello deben ser críticas, pues las
políticas de cooperación muchas veces son meras herramientas de la acción
exterior de los donantes y por tanto responden a esas razones de Estado y no
siempre a las necesidades objetivas de la cooperación (desde la cuantía de los
fondos a la selección de países y grupos más vulnerables, pasando por el tipo
de actuaciones o la modalidad de cooperación).
¿Y qué ocurre cuando las organizaciones deben elegir entre subsistir,
financieramente, o cumplir con su función de crítica gubernamental?
Mientras que
tan sólo el 16% de la Ayuda Oficial al Desarrollo española de 2012 se canalizó
a través de esas organizaciones, las ONG
en nuestro país tienen una gran dependencia de los fondos públicos (lo que
parece contradecir su propio nombre): de media casi 6 euros de cada 10 que
reciben tienen esa procedencia, llegando algunas a 9 de cada 10 euros. Y eso puede entrar en
contradicción con la obligada independencia de las mismas. Como también lo
hace, a veces, la necesidad de sostener sus propias y con frecuencia hipertrofiadas estructuras, la influencia de
estas en la toma de decisiones y la de los gobiernos y contrapartes locales. También
dependen en gran medida y unas más que otras, de financiación privada, que
muchas veces tiene “sus propios intereses”
no siempre coincidentes con los de las organizaciones.
La eficacia
del trabajo de las ONG se suele deducir de
la proporción de los fondos que dedican a los fines para los que han sido
creadas sobre los que recaudan. Un 13,6% de los gastos de las ONG españolas se
dedican a “captación de fondos y estructura” si bien no todo el resto son
“gastos directos” que se hacen en la población beneficiaria de los programas que
gestionan. Pero los gastos indirectos
son necesarios para cumplir el trabajo y garantizar el correcto uso de los
fondos. La creciente exigencia de las
financiadoras sobre el control de la gestión incrementa enormemente los
costes de las organizaciones, disminuyendo por tanto la eficacia final de sus
acciones, al burocratizarlas en exceso, acomodarlas y profesionalizarlas. Es
preciso señalar que muchas ONG, por ello, tienden a desnaturalizarse y a identificar sus propias necesidades con las de
los beneficiarios.
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Otro gran
reto al que se enfrentan estas organizaciones, sobre todo las más grandes, es
el democrático: en general carecen de una base social suficiente, movilizada y, comprometida, tomándose las
decisiones con frecuencia de forma poco participativa, en un contexto en el que
la mayoría de los socios se limita a
abonar sus cuotas. En gran medida la responsabilidad por ello es de las propias
ONG, que han priorizado la búsqueda de fondos sobre la mejora de su
implantación social y la participación de los socios, sin facilitarles los
cauces suficientes para ello ni fomentar su capacidad crítica. Todo esto ha
fragmentado la ayuda y ha incrementado su dependencia de las mismas, hasta
convertirlas, muchas veces, en meras gestoras de proyectos y subvenciones.
Pero las ONG
no deben actuar como meras empresas de servicios que se contratan por las
administraciones para hacer los trabajos que estas no quieren, pueden o saben
hacer, lo que en sí mismo es un fracaso del Estado social. O simplemente para
que el trabajo salga más barato. Su objetivo es transformar la realidad, el fin
social de la definición inicial, por lo que además del trabajo con la población
vulnerable deben aplicarse aquí en sensibilizar a la población española sobre
los problemas del Sur hacia visiones más favorables al desarrollo. Sin ambos
compromisos es difícil cumplir con esa función transformadora.
Las ONG
saben que sus intereses no pueden ser los del capitalismo global ni los de los gobiernos,
ni olvidan que la solución a la pobreza pasa por un nuevo modelo económico a
escala mundial. Por ello deben esmerarse, también, en garantizar la
transparencia sobre su funcionamiento y el destino de los fondos que manejan,
así como realizar evaluaciones sobre el desempeño de sus programas, lo que incluye
publicar los resultados de las mismas.
Las ONG
sufren en toda su crudeza los rigores de la crisis por la falta de financiación
pública y, también, de la privada. Tan sólo la AOD se ha reducido en un 70% en
los dos últimos años. Tanto es así que posiblemente estemos ante el final de un
ciclo para las organizaciones del tercer sector. El gobierno español utiliza esta
crisis como excusa, llevando sus consecuencias mucho más lejos de lo
justificable, al igual que hace en otros ámbitos de la vida social y económica,
socavando el Estado del Bienestar. En lo que se refiere a estas organizaciones disminuye
su número intentando, a la vez, privatizar su trabajo a favor de empresas con
ánimo de lucro. Consigue así reducir su influencia en las políticas públicas a
la vez que dinamita el principal cauce de participación de la ciudadanía y la
sociedad civil en unas políticas, las de cooperación, que depende de esta
participación para su pleno desarrollo.
El futuro
exige repolitizar las ONG, hasta que vuelvan a encontrar su propia naturaleza y
su razón de ser, cambiando ese rol acomodado que en muchos casos habían
asumido de proveedoras baratas de
servicios a las administraciones públicas para convertirse en organizaciones
mucho más comprometidas y críticas, reforzando así su legitimidad social y
contribuyendo a generar una nueva agenda política. De la misma manera deberán
replantearse cómo se puede ejercer la denuncia ante las injusticias a la vez
que se siguen solicitando subvenciones gubernamentales. Muchas organizaciones
afrontan el trabajo que realizan como una forma de dar respuestas a necesidades
acuciantes de la población porque los Estados, que han renunciado a cumplir con
su función de proteger a los humildes ante las imposiciones de los poderosos, no
lo hacen. Pero desde este punto de vista “sienten” que esa intervención debe
ser transitoria hasta que aquéllos cumplan, definitivamente, con su
responsabilidad. La denuncia que realizan busca, por tanto, señalar ese déficit
y ese abandono hasta conseguir que la presión que genere la misma consiga
que quienes administran lo público
vuelvan los ojos a quienes necesitan ayuda.
Quizás esta crisis financiera y el fin de este modelo supongan
una oportunidad para que las ONG vuelvan a retomar el camino de los verdaderos movimientos sociales huyendo de
esquemas que les han conducido con demasiada frecuencia a actuar como empresas
para la subcontratación de servicios sociales y de cooperación al desarrollo.
La independencia, el gran reto pendiente de las ONG españolas
La independencia es, seguramente, el asunto identitario esencial
de las Organizaciones No Gubernamentales (ONG). ¿Qué sentido tiene, si no, que
este rasgo diferencial figure incorporado a su denominación genérica? ¿Se
conocen otros casos en los que lo que no
se es adquiera rango de título? Para
subsistir en un entramado tan complejo y diverso como el que conforman estas
asociaciones es vital mostrarse como algo diferente a otras entidades que
forman parte de la esfera de los gobiernos. Tanto que es preciso convertir ese
rasgo en el mínimo común denominador de organizaciones que se saben muy
diferentes. Pero ¿esa necesidad de diferenciarse es de verdad suficiente para
ser independiente de los gobiernos y sus organismos?
Por supuesto que no. Las múltiples definiciones de ONG coinciden en
varios aspectos elementales que todas deben compartir al margen de su
especialización de trabajo y sus objetivos específicos: su naturaleza privada,
su altruismo, sus fines sociales y su independencia. Pero ¿qué significa
exactamente ser independiente en un mundo tan interconectado? Sin duda, la capacidad de elegir sin
interferencias los aspectos fundamentales de su trabajo: con quién se trabaja,
con qué objetivos, en qué lugares y hacia qué población, qué naturaleza tienen
las actuaciones y qué componentes abordan. Pero hay cuestiones que aunque se
quiera no es posible elegir sino que vienen impuestas por la realidad y por las
posibilidades de cada uno. La financiación, por ejemplo. Quién paga las
actuaciones y los gastos de estructura de las asociaciones y qué exige a
cambio: ¿tan sólo una correcta rendición de cuentas o, también, determinar la
política (qué hay que hacer) y la estrategia (cómo hay que hacerlo) de las
organizaciones?
“La independencia financiera es imprescindible para evaluar
libremente las necesidades de las poblaciones a las que asistimos, sin que
nuestra decisión esté condicionada por la agenda internacional de los
financiadores ni por los intereses de política exterior de los agentes directa o indirectamente
implicados” reza en el último resumen financiero de Médicos Sin Fronteras (MSF),
una de las grandes ONG del sector, que además presume, y no sin motivos, de su
gran nivel de independencia. Y lo hace
porque el gran aporte de fondos privados que recibe, que a diferencia de la
mayoría de los fondos públicos no tienen carácter finalista, les permite renunciar
a ayudas públicas cuando aprecian, por ejemplo, que las administraciones que las
ofrecen están involucradas de alguna forma en la génesis del desastre que después
intentan paliar colaborando en el socorro a las víctimas. Eso ocurrió, al
menos, en las crisis humanitarias derivadas de la primera Guerra del Golfo
(1.990 y 1.991) y de la de Kosovo (1.999) en que esta ONG renunció a recibir
fondos del gobierno español y de la UE porque habían participado en la guerra
que provocó la catástrofe, todo ello sin renunciar a su asistencia con fondos
propios (privados) de la organización, eso sí. Además de la independencia se
preserva de esta forma el principio humanitario que garantiza a las víctimas no
verse en la tesitura de tener que recibir la ayuda de aquéllos que han
provocado el dolor, el sufrimiento o la enfermedad que padecen. Muchas ONG
recuerdan, ante estos posicionamientos, que desde este punto de vista la
independencia es un lujo al alcance de muy pocas, pues muy pocas son las que
pueden autofinanciarse a esos niveles.
Las ONG españolas que trabajan en Desarrollo reciben en
conjunto el 58% de sus fondos de las administraciones públicas. Algunas, como
la mencionada MSF, obtienen menos de un 10% de esas fuentes. Otras, más del
90%. Sobre el papel nada que objetar a que así sea. De hecho la función de cada
parte está clara en la Ley de Cooperación Internacional para el Desarrollo de
1.998 por lo que ninguna debiera invadir competencias de la otra. Según ese
texto legal las ONG son quienes cumplen la enorme función de conseguir la
participación social en la cooperación. Por ello allí se asegura que el Estado
debe fomentar sus actividades y
financiarlas. Pero en ese afán transformador de la injusticia que late debajo
de cada actuación de esas organizaciones la crítica a las políticas oficiales de
cooperación se convierte en un ingrediente fundamental. A partir de aquí, y
sobre todo cuando los hábitos democráticos, la imparcialidad y la asunción de
las opiniones de los otros no son la constante en el funcionamiento de las
instituciones, es fácil deducir, como así pasa, que cuánta más dependencia financiera
pública las organizaciones son menos autónomas para planificar sus
intervenciones, para intentar influir en las políticas oficiales de cooperación
o para emitir esas sanas críticas hacia ellas. Las administraciones con
frecuencia trabajan sin olvidar que la cooperación al desarrollo es una
herramienta más de la política exterior, priorizando siempre las “razones de
Estado” hasta entrar, un día sí y el otro también, en franca contradicción con
la intención transformadora de la realidad que mueve a las ONG por lo que estas
organizaciones deben enfrentarse cada día a la tesitura de sobrevivir o decir
que no a su principal fuente de ingresos.
En este mismo sentido los intereses de los financiadores
privados (empresas, compañías, lobbys)
cuando colisionan con los propios de las ONG conforman también riesgos
inasumibles para la independencia de las mismas.
La independencia, no obstante, no es tan sólo cuestión de la
financiación. También es una actitud y un estado de ánimo ante los problemas
del mundo. Esa misión “social” y modificadora de la injusticia que está en la
propia naturaleza de las ONG les exige no sólo trabajar allí dónde existen los
problemas, en el Sur, sino también aquí, aportando a nuestros conciudadanos argumentos
y puntos de vista favorables a quienes sufren los efectos de la inequidad y el
subdesarrollo allí, hasta cambiar su forma de interpretarlos, entenderlos y
afrontarlos. Pero para que calen esos mensajes la gente debe entender, antes de
nada, que quien los emite tiene legitimidad para hacerlo, es decir está
adornado con valores “poco frecuentes” que le permiten hablar desde una
posición de autoridad moral. La fuente de esa legitimidad reside en la propia
esencia de estas organizaciones o en la parte de ella que la gente percibe, en
especial el trabajo voluntario, la ética y los principios, el altruismo que determina
que si algún margen hubiera en los fondos que se reciben nada irá a parar a los
bolsillos de los socios ni de los directivos sino a beneficio de la población
para la que se trabaja, la eficacia y la rapidez para atender las necesidades
y, claro, el afán permanente de cambiar esa realidad injusta. Cuando se desvirtúan
esos principios o se defrauda sobre alguno de ellos el efecto es letal para sus
objetivos pues se pierde la autoridad en que confía la gente, donde reside la
fuerza capaz de cambiar la mentalidad. No olvidemos que las ONG gozan, en un
país como el nuestro y en un momento como este, de un gran prestigio social y
los casos conocidos de corrupción o malas prácticas hacen un daño enorme a la
confianza que en ellas se ha depositado.
El propio trabajo en el terreno que realizan las ONG y cómo
a partir de él se pretende modificar la realidad, a veces usándolo como
trampolín para alcanzar otros objetivos de justicia social, es la base de la
legitimidad y la independencia. Construir unas letrinas en una comunidad rural
muy aislada de Asia para mejorar la salud de la población que allí habita puede
ser un proyecto de financiación pública al que pueden concurrir una empresa de
servicios o una ONG. Pero indudablemente nunca buscarán los mismos objetivos.
Aquélla pretenderá, además de cumplir lo contratado, enriquecer a sus dueños. La
ONG, a través de ese trabajo de saneamiento ambiental, luchar contra la pobreza
e intentar que los humildes tengan voz y, ojalá, voto en aquéllas instancias
dónde se toman decisiones que tienen que ver con ellos. Por ello, además, es
preciso preservar también la independencia de estas organizaciones de la
influencia de los gobiernos locales y de todos los que, en el terreno, puedan
albergar otros intereses diferentes a los enumerados.
Independencia, también y cómo no, que hay que ganarse en
ocasiones chocando con los propios aparatos de gestión con que se van dotando
las organizaciones en la medida en que se hacen, o se hacían, grandes. Con demasiada frecuencia los gestores
intentan gobernarlas con criterios empresariales y para ello buscarán restar
capacidad de decisión, independencia por tanto, al voluntariado y a la
dirección asociativa que sin duda debe tener otros objetivos diferentes a los
puramente administrativos o gerenciales. La propia necesidad de subsistencia de
las ONG a la hora de mantener estructuras con dimensiones propias de mejores
tiempos puede entrar también en contradicción con esa independencia, al determinar
muchas veces que se prioricen las actuaciones más gratas a los financiadores en
vez de las orientadas a atender los problemas de las poblaciones más
vulnerables.
La gran función que tienen encomendadas las Organizaciones
No Gubernamentales para el Desarrollo merecería un esfuerzo especial por
preservar el don más preciado con que cuentan: su independencia. En ella se
basa su auténtica capacidad transformadora de la realidad injusta, su motivo fundamental, pues es la que le otorga
la legitimidad para trabajar y para convencer. La existencia de muchas
organizaciones con gran dependencia de la financiación pública o de la “privada
con otros intereses” y su escasa base social, les hace demasiado vulnerables
para poder garantizar la tarea que la sociedad les ha encomendado.
José Manuel Díaz Olalla
Médico cooperante
Publicado en "Temas para el Debate", nº 221, Abril 2.013
(Ilustración de El Roto. Tomada del blog JM Álvarez , en: http://jmalvarezblog.blogspot.com.es/2011/07/ong-ni-quito-ni-pongo-rey-pero-defiendo.html)
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