jueves, 20 de noviembre de 2008

EMIGRACIÓN Y VIOLENCIA EN CENTROAMÉRICA: UNA ALIANZA ESTRUCTURAL

A la vuelta de una larga temporada en Centroamérica, tras un no menos dilatado periodo de ausencia, analizo algunas de mis impresiones más impactantes. No pisaba esta tierra desde que tuve la suerte de trabajar allí durante el año posterior al paso de aquel auténtico caballo de Atila que se llamó huracán Mitch. He estado conectado, a pesar de ello, a distancia con su realidad, siempre atormentada, por lecturas, análisis de información e intercambio de impresiones con personas que se dedican a la cooperación. La inmersión es, por tanto, inductiva pues se hace desde lo concreto hasta lo macro. Añado aquí el apunte de la inmensa suerte que he tenido de conectar plenamente con el mundo rural en un continente donde el divorcio campo/ciudad no es más que otra manifestación más, aunque contundente, de la desigualdad rampante.


Las diferencias.
Desigualdad que se ha incrementado de forma exponencial en los últimos años según todos los informes y que no es difícil apreciar caminando simplemente por las calles o hablando con la gente. Se trata de unas diferencias inmensamente superiores a las existentes en nuestros países desarrollados, ya de por sí enormes. Siempre se dijo que la injusta distribución de los recursos alcanza su culmen en el mundo en desarrollo donde los ricos, unos pocos, son inmensamente ricos, mientras que los pobres, que allí son legión, lo son de solemnidad. La vista lo percibe pero los datos no lo pueden disimular: mientras que en España, la realidad que más a mano tenemos, las desigualdades en los ingresos se pueden escribir con la fórmula “10/10/10” (el 10% de la población más rica posee 10 veces más que el 10% de la más necesitada, es decir, el 26% de toda la riqueza unos frente al 2,6% de otros), en El Salvador la fórmula equivalente tendría este enunciado: “10/57/10”, o sea que el decil más pudiente atesora 57 veces más riqueza que el decil que subsiste en situación más precaria (unos, casi el 40% de todo y otros apenas el 0,7%). Por ello una gran parte de la población está sumida en la pobreza más extrema: el 20% sobrevive a duras penas con menos de 1 $ al día.

A pesar de lo dicho más arriba en relación al lugar de residencia, al estudiar el efecto de las desigualdades en las condiciones de vida de la gente a través del análisis de la salud de los niños por ejemplo, es curioso constatar que de las fórmulas duales en las que podemos evidenciar las diferencias sociales observadas en nuestro trabajo (urbano/rural, rico/pobre, nivel educativo de la madre alto/bajo), y a pesar de que a nadie se le escapa que todas estas formas de dividir la realidad dicotómicamente están íntimamente relacionadas entre sí, sean el nivel de renta y las diferencias educativas de las madres quienes mejor “explican” esas distintas posibilidades de gozar de lo más indispensable. Esto se refleja al verificar que la mortalidad de los niños es 2,5 veces mayor en las familias más pobres y 2,8 veces más grande en las que la madre tiene menor nivel educativo, frente a las observadas según la zona de residencia pues en este análisis la mortalidad es “sólo” un 50% mayor en el campo que en la ciudad (1,5 veces más). Que el sistema sanitario, a pesar de todo, funciona y contribuye a disminuir las desigualdades sociales lo demuestra el hecho de que en ninguno de esos tres niveles de desigualdad planteados existan diferencias en la proporción de niños correctamente vacunados.

La emigración.
Esta realidad injusta que, lejos de mejorar, se ha agravado “gracias” a las políticas de liberalización extrema practicadas por aquéllos gobiernos, expulsa permanentemente a millones de personas de sus países y les lleva a emigrar a otros, frecuentemente al gigante del Norte. Es conocido, por ejemplo, el ingenioso y sorprendente juego de conceptos que informa de que la segunda ciudad de México sea Los Ángeles, si consideramos que es allí donde más mexicanos viven después de la capital federal. El Salvador, por ejemplo, que es un pequeño país de algo más de 6 millones y medio de habitantes, tiene otros 3 millones de personas fuera por motivos económicos, de los que 2,3 millones están en Estados Unidos.

El campo en Centroamérica se ha convertido en un erial. Es sobrecogedor caminar por todos los sitios y ver cómo casi nadie lo cultiva y muy pocos trabajan ya en la ganadería. En los pueblos (aldeas, cantones, comunidades) prácticamente sólo se ven niños y ancianos. Los adultos, en especial los hombres, han emigrado a los Estados Unidos de forma mayoritaria para que las remesas lleguen, religiosamente, a cada casa. De esta forma todos los meses recibe El Salvador 321 millones de dólares de sus emigrantes, unos 3.695 millones al año, algo así como un 18% del PIB nacional. Dice el Informe del PNUD sobre Desarrollo Humano del año 2007 que “sin remesas en El Salvador habría mucha más población en situación de pobreza y el país sería mucho más desigual”. Sin duda que así es y, completaríamos la frase añadiendo un “a pesar del gran sufrimiento humano que siempre comporta la emigración en sí misma”. Y la enorme desestructuración social y familiar que, además, provoca. Y es que nadie cultiva los campos en Centroamérica porque con las remesas que recibe cada familia ya no se necesita hacer un trabajo tan duro y tan improductivo. Y no sólo eso sino que, como otra muestra más de la “apatía” social que se sufre, el abandono escolar es allí enorme.

Los hombres y las mujeres en edad de trabajar se fueron para darle la razón a Roosevelt cuando dijo: “No hay razón para que vivan en la pobreza quienes se ganan la vida trabajando” (New Deal, 1933-1937). Pero ¿qué pasa con las familias? ¿Quién cuida a los niños? ¿Quién les educa? ¿Qué modelo social es este y a qué conduce?

La violencia.
Caminar por la ciudad de San Salvador, al igual que por Tegucigalpa o por Managua, es casi como andar por una cárcel: rejas, barrotes y vallas electrificadas protegen todas las casas y propiedades mientras que la presencia de hombres armados, ninguno de ellos policía, es permanente en puertas de negocios y accesos a edificios. El temor y la violencia lo inundan todo. Porque, realidad sobre realidad, en América Latina la violencia tiene una presencia cotidiana (figura1). El Salvador es el país más violento de América Latina tras Colombia (figura 2): con una población algo superior a la de la Comunidad de Madrid mueren cada día más de 13 personas por este motivo. La tasa de homicidios premeditados es mayor de 50 al año por cada 100.000 habitantes, mientras que en España es de 1,2 (Informe de Desarrollo Humano, PNUD, 2004 e Informe sobre la Salud Mundial, OMS, 2007). Curiosamente la tasa de población reclusa es muy parecida en ambos países (174 presos por cada 100.000 habitantes en aquél país frente a 145 en el nuestro), señal evidente, además, del fracaso delos sistemas judicial y de seguridad, en el que posiblemente sea el país del mundo con más armas per cápita en la calle.


Sobre la violencia en Centroamérica, y en especial en lo que se refiere a la expresión más brutal de la violencia juvenil organizada, las maras, se ha escrito mucho. Se trata sin duda de un fenómeno global, ascendente y que no discrimina (entre ricos y pobres, por ejemplo) aunque afecta más a algunos grupos de población. Siendo como es un fenómeno muy ligado a la urbanización descontrolada sorprende que en América Latina se registre un nivel extraordinario de violencia también en las zonas rurales. Precisamente allí donde abuelos y niños conviven de espaldas casi sin trabajar ni preocuparse por la educación ya que llegan, como un reloj, las remesas que mandan papá y mamá todos los meses.

La alianza estructural.
En el contexto dibujado de diferencias enormes y falta de perspectivas de futuro se interrelacionan de manera definitiva la emigración de los adultos, la violencia de los jóvenes y la incapacidad de los mayores para vertebrar y dar sentido a familias rotas y comunidades sin futuro. Esa misma desestructuración social que produce la emigración económica es la que da sustrato a la violencia brutal y sin sentido.

“¿Por qué los que siembran, cuidan y cosechan el pan han de carecer de él?” se preguntaba el pensador salvadoreño Alberto Masferrer (1868-1932) a principios del siglo XX ante la observación de la vida de escasez de miles de trabajadores en campos y ciudades de su país (El Mínimum Vital, 1929). Como se observa poco ha cambiado en aquélla tierra desde entonces. Años y años de gobiernos de la derecha con su política seguidista de las directrices económicas del Banco Mundial no han impedido que en el pequeño país centroamericano, por ejemplo, un 15% de la población no tenga acceso a agua en condiciones de ser bebida, un 40% carezca de letrinas en condiciones de ser usadas, un 10% de los niños menores de 5 años no se alimenten convenientemente presentando por ello bajo peso para su edad o que la mayor parte del exiguo gasto en salud que se hace al año (375 $ per cápita) proceda mayoritariamente de los bolsillos, aún más vacíos, de los ciudadanos.


Esta realidad que expulsa a la gente de sus pueblos y ciudades y desorganiza las sociedades de forma extrema, necesita un cambio de rumbo. En lo local sería más factible si se diera la alternancia en el gobierno salvadoreño, probabilidad muy real según aventuran todas las encuestas que auguran buenos resultados para el FMLN. Sobre todo si, además, el contexto económico internacional (eso que se llama ahora la globalización económica) permitiera a los países pobres sacar la cabeza y tener algún margen de maniobra. Mientras ese cambio local y general no llegue y la brecha entre unos y otros se siga ahondando, la fuerte alianza que se ha establecido entre emigración y violencia hará que Centroamérica siga siendo una región donde cada día sea más difícil vivir.

José Manuel Díaz Olalla
Médico Cooperante

(Publicado en la Revista "Temas para el Debate", Noviembre de 2008)

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